-Amá ¿y qué es la bareta?
-Ay mijo…el creador nos dio una que mata al prójimo (la pistola automática) y otra que se fuma (cáñamo).
- ¿Y cuál está prohibida?
- Obviamente la que se fuma…
El acceso de los jóvenes a las dos “barettas” es un hecho en cada favelato, comuna o suburbio de cualquier gran ciudad. En las guerras africanas las milicias de adolescentes y niños disponen de las dos: una ayuda a soportar la barbarie y la otra a cometerla sin descanso. Los raperos de Rio de Janeiro cantan un tema en el que alertan a los jóvenes para que no reciban armas, ni droga. Ellas justifican el simplísimo por qué de la corta vida en los barrios marginales.
El acceso a las armas es facilitado por una industria militar protegida por las banderas de las naciones “solidarias”. La distribución de la droga corresponde a un negocio familiar, la asociación de cuatro primos que llevan avionetas y lanchas rápidas a cualquier puerto del mundo. Si un país sólo recibe armas se trata de un asunto de seguridad nacional; si un país sólo recibe droga se trata de un asunto de placer social. Pero hay sociedades donde se juntan las dos, aquello puede convertirse en un delirio de seguridad y en un derroche de placer que suele acabar muy mal.
En estas mismas sociedades hay ciertos grupos que sólo reciben drogas con fines recreativos, no conocen las armas y los disparos los escuchan -a la madrugada- en la calle. Para estos individuos reivindicar el consumo es fácil, pues no llevan las pistolas que les garantizan el acceso a sus “dosis de personalidad”. Las pistolas las llevan otros, quizá unos adolescentes que tienen menos años que muertos a la espalda y por lo menos la mitad de hijos, con cuatro o cinco de sus mujeres-niñas.
Aquellos individuos, tardomodernos y digitales, tienen el control sobre ciertas “acciones incontinentes” -como el consumo de drogas-. Su búsqueda del placer se resuelve con echar seguro a la puerta y acogerse al artículo 16 de la Constitución. En el país de las dos “barettas” no existe la conciencia de que hay algo más que el derecho al libre desarrollo, también es necesaria una ética que explique los derechos colectivos de los marginados.
La parodia de los derechos
La defensa del libre desarrollo de la personalidad (Art. 16) incluye una sofisticada preparación. Se ha leído que un conocido escritor se sirve de sus libros, de sonidos barrocos y de algunas maromas eróticas para justificar el culto a unos porretes advenedizos y coquetones. En este caso no hay porque evaluar el contenido del derecho al libre desarrollo que se reduce a un escueto “haz de tu culo un candelero”; asunto ya juzgado por las Cortes en 1994.
El derecho es limitado y llega tarde a la fiesta porque antes, durante y después se ha fumado y esnifado mucho, así que el mentado “libre desarrollo” ya ocurría sin ley alguna. Resulta imposible reivindicar un derecho que hace parte del deseo humano desde que cogemos con fruición la teta para mamar como desesperados. Lo que interesa es el contexto donde se lleva a cabo ese desarrollo, si lo observamos con cuidado nos damos cuenta de las trampas morales que puede inducir una ley inconstitucional -sin duda-, pero ante todo amañada por unos intereses que se niegan a reconocer el conflicto social que rodea al desarrollo individual.
Penalizar el porte y el consumo significa hacer campaña electoral a costa de los barillos ajenos. El candidato de la oposición fue uno de los magistrados que firmó la sentencia del 94 y sus votantes, no sé si la mayoría, acompañan su interpretación de los derechos fundamentales. Así que a la hora del discurso en una plaza cualquiera el candidato-a-la-reelección-indefinida defenderá a una sociedad hipócrita en la que todos meten pero en la que nadie tiene, ni sabe dónde se consigue. Al final este sentimiento infame inclinará la balanza moral de los votantes.
Es hora de repensar la prohibición de la dosis personal de Baretta, de la pistola. Es hora de reivindicar el desarme de la vida social. No puede haber libre desarrollo de la personalidad en un país en el que se quita ese derecho con un par de tiros y las víctimas carecen de la atención social que repare sus padecimientos.
Poner a la sociedad a luchar en los lugares equivocados, crear escenarios de confusión, resolver bajo la estrategia de un falso imperio de la ley las ambiciones de unos cuantos. Esto es lo que hay detrás de una discusión inútil que desvirtúa la ética individual para que cuatro babosos saquen sus “dosis de personalidad” y demuestren que en el país de las dos “barettas” los derechos sociales, los más urgentes, no le importan a nadie.
-Ay mijo…el creador nos dio una que mata al prójimo (la pistola automática) y otra que se fuma (cáñamo).
- ¿Y cuál está prohibida?
- Obviamente la que se fuma…
El acceso de los jóvenes a las dos “barettas” es un hecho en cada favelato, comuna o suburbio de cualquier gran ciudad. En las guerras africanas las milicias de adolescentes y niños disponen de las dos: una ayuda a soportar la barbarie y la otra a cometerla sin descanso. Los raperos de Rio de Janeiro cantan un tema en el que alertan a los jóvenes para que no reciban armas, ni droga. Ellas justifican el simplísimo por qué de la corta vida en los barrios marginales.
El acceso a las armas es facilitado por una industria militar protegida por las banderas de las naciones “solidarias”. La distribución de la droga corresponde a un negocio familiar, la asociación de cuatro primos que llevan avionetas y lanchas rápidas a cualquier puerto del mundo. Si un país sólo recibe armas se trata de un asunto de seguridad nacional; si un país sólo recibe droga se trata de un asunto de placer social. Pero hay sociedades donde se juntan las dos, aquello puede convertirse en un delirio de seguridad y en un derroche de placer que suele acabar muy mal.
En estas mismas sociedades hay ciertos grupos que sólo reciben drogas con fines recreativos, no conocen las armas y los disparos los escuchan -a la madrugada- en la calle. Para estos individuos reivindicar el consumo es fácil, pues no llevan las pistolas que les garantizan el acceso a sus “dosis de personalidad”. Las pistolas las llevan otros, quizá unos adolescentes que tienen menos años que muertos a la espalda y por lo menos la mitad de hijos, con cuatro o cinco de sus mujeres-niñas.
Aquellos individuos, tardomodernos y digitales, tienen el control sobre ciertas “acciones incontinentes” -como el consumo de drogas-. Su búsqueda del placer se resuelve con echar seguro a la puerta y acogerse al artículo 16 de la Constitución. En el país de las dos “barettas” no existe la conciencia de que hay algo más que el derecho al libre desarrollo, también es necesaria una ética que explique los derechos colectivos de los marginados.
La parodia de los derechos
La defensa del libre desarrollo de la personalidad (Art. 16) incluye una sofisticada preparación. Se ha leído que un conocido escritor se sirve de sus libros, de sonidos barrocos y de algunas maromas eróticas para justificar el culto a unos porretes advenedizos y coquetones. En este caso no hay porque evaluar el contenido del derecho al libre desarrollo que se reduce a un escueto “haz de tu culo un candelero”; asunto ya juzgado por las Cortes en 1994.
El derecho es limitado y llega tarde a la fiesta porque antes, durante y después se ha fumado y esnifado mucho, así que el mentado “libre desarrollo” ya ocurría sin ley alguna. Resulta imposible reivindicar un derecho que hace parte del deseo humano desde que cogemos con fruición la teta para mamar como desesperados. Lo que interesa es el contexto donde se lleva a cabo ese desarrollo, si lo observamos con cuidado nos damos cuenta de las trampas morales que puede inducir una ley inconstitucional -sin duda-, pero ante todo amañada por unos intereses que se niegan a reconocer el conflicto social que rodea al desarrollo individual.
Penalizar el porte y el consumo significa hacer campaña electoral a costa de los barillos ajenos. El candidato de la oposición fue uno de los magistrados que firmó la sentencia del 94 y sus votantes, no sé si la mayoría, acompañan su interpretación de los derechos fundamentales. Así que a la hora del discurso en una plaza cualquiera el candidato-a-la-reelección-indefinida defenderá a una sociedad hipócrita en la que todos meten pero en la que nadie tiene, ni sabe dónde se consigue. Al final este sentimiento infame inclinará la balanza moral de los votantes.
Es hora de repensar la prohibición de la dosis personal de Baretta, de la pistola. Es hora de reivindicar el desarme de la vida social. No puede haber libre desarrollo de la personalidad en un país en el que se quita ese derecho con un par de tiros y las víctimas carecen de la atención social que repare sus padecimientos.
Poner a la sociedad a luchar en los lugares equivocados, crear escenarios de confusión, resolver bajo la estrategia de un falso imperio de la ley las ambiciones de unos cuantos. Esto es lo que hay detrás de una discusión inútil que desvirtúa la ética individual para que cuatro babosos saquen sus “dosis de personalidad” y demuestren que en el país de las dos “barettas” los derechos sociales, los más urgentes, no le importan a nadie.
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