14/4/07

EL BAUL DE LAS CAICEDO


A comienzos de los noventa, del siglo pasado, un amigo de Cali que exploró el fondo del calabozo a punta de xiloxibine y sistermorphin me decía que las ricachonas hermanas de Andrés habían reunido todos los papeles del flaco en un baúl que no abrían a nadie, guardado bajo llave en una casa de Santa Mónica. Quizá Mayolo metió alguna vez las narices en aquellos papeles, pero al perderlas entre los defectos de sueño y las fuentes ilimitadas de cocaine, el director de la ‘Mansión de la Araucaima’ no tenia ya con que olfatear un legado literario en los cuadernos amarillentos de su amigo.
Es difícil creer que la reciente edición de lo que las hermanitas Caicedo salvaron del olvido sea un montón de comentarios antologizados a la fuerza, en tono mea-mea culpa. Por eso ahora nos tenemos que aguantar a un flaco al que no le gustaba la mangochebi, renegaba de sus colegas somnolientos y pegajosos, e ignoraba la sin-satisfaction de los Rolling. El Andrés de las hermanitas Caicedo se parece al Pastor Richie Rey que ya no sube a las tarimas del Pascual, porque prefiere los pulpitos evangélicos lejos de la cañandonga de juanchito y la algarabía de la quinta. Entonces el flaco maduró y sentó cabeza, sin tener hijos, ni arrepentirse del pecaminoso suicidio.
Por eso prefiero, antes que una antología del baúl de las Caicedo hecha a la medida del escándalo high-class que provocó Andrés con sus cuentos de malandros, marichebos y fanáticas de la baldosa, las ediciones desgastadas del primer flaco que conocí. Recuerdo que la primera -y única- recomendación literaria del mono fue ‘¡Qué viva la música!’, le gustaba mucho el personaje de la chica rubia, tan rubia, a la que le decían la mona. El Ojcal en cambio no me hizo ninguna recomendación, tan sólo cogió la maltratada edición de ‘Destinitos fatales’ que guardaba bajo la almohada, la elevó sobre su cabeza, genuflectó a continuación y se leyó un párrafo de ‘Angelitos empantanados’ con la inspiración de un poseso de ojitos enrojecidos. No me acuerdo que leyó, porque se guardo el libro en el sobaco después de pasar con devoción sus arrugados dedos por la ajada cubierta.
El autor de esos libros fue el flaco Andrés, ese que a todos nos gusta y que no podremos encontrar en la higiénica edición del baúl de las Caicedo. A todos nos llega una limpieza de memoria con arrepentimientos, golpes de pecho y ‘rechinar de dientes’, parece que ahora le toco al escritor que dio la vuelta a una Cali provinciana y clasista mucho antes de que llegara la instantánea riqueza e igualara todas las cabezas, sobre todo bajo tierra.

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