4/11/11

Los turistas del cambio global

“Me rehúso a ser desesperado. Yo soy indignado, pero no desesperado. No vivo sin mañana. La desesperación es la explotación indebida del hoy.” Paulo Freire

I

En una radio local entrevistaron a un colombiano que decidió ir a Nueva York para conocer en persona el movimiento Occupy Wall Street. A los periodistas les pareció insólito y muy gracioso encontrar a un ciudadano de su país en medio de la protesta (¿…?). Entre unas cuantas risas dieron paso al reportaje. El turista sintió que no había perdido su largo viaje desde Philadelphia, porque en la plaza no había vagabundos, ni borrachos sino personas que, como él mismo constató, tenían un trabajo y un cierto nivel educativo. A la pregunta acerca de los propósitos de este movimiento el turista respondió “soy pragmático”, a lo que siguió una escueta declaración de escepticismo.

Es posible que este no fuera el único turista en OWS. Creo que durante el 15-O todos fuimos un poco turistas. Hemos ignorado el movimiento que pide la transformación global del modelo político y económico como si fuera un gran desfile, de motivos desconocidos, en un país extraño; aunque las instantáneas digitales circulan por nuestra memoria. A pesar de que casi todas las grandes capitales tuvieron una marcha o alguna concentración, no hubo mayor información sobre las ciudades latinoamericanas y no sabemos casi nada sobre Europa del este o Asia. Tampoco hemos tenido noticia de las reacciones a este movimiento en lugares en que un conflicto, la represión política o la pobreza extrema lo hacen casi imposible.

Como el turista de OWS, la gran mayoría se inventa un significado para la expresión “cambio global”. La identificación escueta de este movimiento con la primavera árabe, el 15 de mayo o en general los “indignados”, es un estereotipo que oculta la realidad local de cada uno de estos grupos. Al día de hoy sólo recibimos una información parcial y pintoresca de las protestas. Las cámaras se preocupan por los enfrentamientos con la policía, los desalojos de ocupas, el aspecto extraño de los manifestantes. Mientras algunos académicos dan la bienvenida a la protesta, porque expresa las frustraciones de una sociedad en la que impera la apatía y el conformismo.

La espontánea indignación ha llenado al globo de puntos rojos en los que podemos marcar el lugar en el que hay una asamblea o una marcha. Así que como cualquier viajero podemos preparar nuestro equipaje y hacer un poco de turismo ideológico, lo que nos permite transitar por las ansias de revolución y salir indemnes de la visita sin correr perseguidos por una carga policial, ni mancharnos apenas. Al contrario que Mr. Jones sabemos que algo está pasando, pero la gran oferta de ocio digital o cualquier otra distracción nos impide concentrarnos en la tarea de comprender el signo de los tiempos: un malestar que toca a la puerta de nuestra abulia con insistencia.

II

“Quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son bellaquería, no vida. Por eso odio a los indiferentes.” Antonio Gramsci

Otro turista del cambio global decidió escribir un artículo que explicara al resto de turistas el por qué en Colombia nadie se indignaba. Escrito en la jerga de un analista de marketing, el artículo nos dice que el país no sufrió el efecto-contagio (¿…?) de la indignación porque la crisis financiera global apenas se sintió en el mercado bursátil local; que además es muy pequeño. Las dolorosas fracturas de la especulación financiera no fueron percibidas por los modestos bolsillos de los ciudadanos, de tal forma que no tenían motivo alguno para salir a la calle o acampar frente al Banco de la Republica. En resumen, el motivo de la indignación tiene que ver con la pérdida de algún bien en los vaivenes del mercado financiero y en caso de que usted, amigo turista, no haya invertido en bonos envenenados por las hipotecas subprime puede estar tranquilo, no tiene porque indignarse.

La pavorosa conclusión está precedida por una breve introducción a los valores que en el mercado bursátil local han dado generosos dividendos a sus propietarios, lo que en teoría nos animaría más a invertir que a contagiar de indignación a nuestros vecinos. Esos valores son de las empresas que conforman las “locomotoras” económicas del país: el petróleo, el carbón, el oro e industrias tan prósperas como el cultivo de la palma africana.

El experto turista no dice en manos de quién están esas empresas, no explica cómo se distribuyen sus beneficios y tampoco cita el impacto ambiental de sus explotaciones. La respuesta nos ayudaría -como turistas que somos del cambio global- a comprender mejor por qué en OWS o en el 15-M no hay agentes de bolsa en horas bajas o vagabundos que duermen al pedo. Las empresas del brevísimo mercado bursátil colombiano pertenecen al 2% de la población que detenta el 80% de la riqueza del país. Lo más curioso de estas cifras es que en países de la UE y en Estados Unidos el porcentaje de la población que posee la mayoría de los ingresos disminuye cada día un poco más.

La palabra de moda es desigualdad y no indignación, porque los ciudadanos contemplan cómo los políticos que han votado gobiernan sólo para los que tienen más. Se dictan leyes para beneficiar a los pocos que pueden permitirse donar generosas sumas a las campañas de los felices ganadores en las contiendas electorales. Por ejemplo, la inexistente fiscalidad a las operaciones financieras y la desregulación de los mercados que generó la crisis del 2008. Situación que aun no se ha corregido.

El editorial de hoy en el New York Times dice: “Primero los ricos y después el trabajo”, lo que muestra la gran preocupación de los republicanos por beneficiar a las grandes fortunas y olvidarse de la alta tasa de desempleo, así como del cuidado de los servicios públicos. Un billonario alemán se preguntaba por qué los ricos tenían que tocar a la puerta de los gobiernos para solicitar que les cobraran más impuestos y no al contrario. Los políticos hacen más cómoda la vida de unos pocos, cuando son elegidos con los votos de todos.

Una de las cuestiones que más se discutían en la plaza de Sol era por qué el voto en democracia no tiene un valor real. Uno de los argumentos a favor está en los beneficios fiscales de las grandes fortunas y en el castigo social que representan los impuestos al consumo, a la pequeña propiedad y las retenciones sobre los salarios. Estos impuestos los pagan las personas de a píe, mientras la riqueza migra a los paraísos fiscales. Nunca ha sido tan evidente el modo en que la democracia engaña a los votantes. En las democracias del siglo XXI, el voto se ha tornado en un insulto a la ciudadanía, porque con el voto estamos cediendo nuestra soberanía a un partido político que la va a usar para que otros sean cada vez más ricos a costa de nuestro trabajo, nuestros impuestos y los inútiles esfuerzos de nuestra existencia.

Indignarse no es una moda creada por un viejito izquierdoso francés. Tampoco es una invención de un grupo de egipcios hartos de su dictador, ni de un grupo de vagabundos madrileños, ni de una banda de hipsters del village. Se trata de una actitud política que pertenece a cualquier ser humano, a la soberanía de las sociedades que deben elegir quién y cómo se les debe gobernar. A los ciudadanos que buscan crear una presión social sobre la mentira que representa el mundo globalizado para vencer la indiferencia, la apatía, la abulia, la roña que devora nuestra conciencia. No somos turistas de la indignación.

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