Antes de leer aquella historia de
un militar retirado que se dedicaba a pasear un gallo debajo del brazo y a
esperar unas cartas, mil veces escritas, pero jamás enviadas, conocí el dedo de
Gabo. Era el dedo corazón de su mano derecha que sobresalía erguido en medio de
los otros dedos recogidos hacia atrás, lo tenía justo delante de su nariz chata
y perpendicular a su bigote setentero que le cubría buena parte del labio
superior. Mi madre apagó el televisor y proclamó sentenciosa:
-Estos corronchos son unos vulgares…
-Estos corronchos son unos vulgares…
Por aquellos días de los degradados, marimberos e izquierdosos, años setenta a las personas no se les perdonaban tres cosas: lo primero ser un corroncho, lo segundo comportarse como tal, luciendo unas “peinetas” escandalosas (léase el dedo enhiesto) en la primera plana de los diarios locales o en el blanco y negro del único canal nacional de televisión, acompañadas por unas proclamas del tipo: -Mrerrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrddddddddddddddaaaaaaaaaaaa¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
o
-Estos hijosdeputa me quieren matar…………..;
y lo tercero ser comunista, ser amigo de Fidel Castro, y simpatizar -junto a Cortázar- con la revolución en cualquier parte.
y lo tercero ser comunista, ser amigo de Fidel Castro, y simpatizar -junto a Cortázar- con la revolución en cualquier parte.
La única manera en la que la
delfinosa, caspiroleta y finquera, aristocracia del altiplano le perdonó todo
eso a Gabo fue el día en que desfiló delante de la nobleza sueca, enfundado en
una guayabera, para recibir con el mismo dedo que
le hizo tan famoso y la misma lengua corroncha, bien guardadita entre los
dientes y custodiada por un bigote peinado, un tal premio Nobel.
Poco después del primer plano del
dedo y esa imagen evanescente, en la espiral de una luz que se ahogaba en la oscuridad
de la pantalla chica, acabé castigado en la hemeroteca del colegio. No tenía ni
idea que existiera, pero en ese lugar encontré al profesor de diseño jugando
una eterna partida de ajedrez contra sí mismo en la que tercié con fortuna durante
gran parte del castigo. Justo al lado había un montón de revistas, muy
parecidas a las portadas en rojo de lo que después sería la revista de otro
delfín, en la primera portada del montón había un Kissinger carcajeándose con
el torso desnudo, cabalgando algo así como un modelo a escala de Indochina, el caribe y la luna, creo recordar. En las páginas interiores
había un artículo firmado por Gabo.

Ese no lo leí, pero si me devoré las
vacaciones de aquel año “El amor en los tiempos del cólera”; lo que fue mi primer
polvo literario. La escena, mejor escrita claro, tenía a un hombre maduro que observaba
como una mujer se desvestía e iba tirando con entusiasmo sus enaguas, faldones
y corsés, junto a todo un repertorio de prendas decimonónicas bordadas y
encajadas, mientras que al fondo sonaban los cañonazos de una ofensiva militar.
Cañones enfebrecidos, balas redondas, empujadas a cientos de metros,
explosiones y desmayos….estas metáforas desolaron mi pubertad.
Sin embargo, nunca creí en el
realismo mágico, qué tienen de mágicas unas novelas llenas de milicianos melancólicos,
con eternos dictadores que despachan entre vacas vagabundas, matanzas, y gente
que se olvida de hablar, o pierde la memoria, después de un aguacero (¿de balas?).
Tiene algo de mágico la descripción del Magdalena con caimanes, monos saltando
entre los bosques, y una abundancia que nadie se imagina hoy en el desierto -sabanero-
alrededor de un rio agonizante, repleto de ganado, muy “pacificado” por unas hordas
de salvajes.
Debemos leer (entiéndase, he dicho, sólo leer) a los Buendía, como se lee el Quijote, Hamlet o la Odisea, y dejarnos de tanta mierda. Amén.
Debemos leer (entiéndase, he dicho, sólo leer) a los Buendía, como se lee el Quijote, Hamlet o la Odisea, y dejarnos de tanta mierda. Amén.