20/3/12

EL PAPEL HIGIENICO DE LA GUERRA O LA PAZ POR CORRESPONDENCIA

“Ante tan sombría perspectiva creemos que sólo la audacia política, que no identificamos con inopinada temeridad, puede abrir caminos inéditos para la reconciliación”. Firman los intelectuales.

En el país en que el avispado se come al bobo tres veces al día -y repite por educación- la intelligentsia criolla ha decidido entregarse a la superchería epistolar. En una pareja de elegantes cartas reconoce que el brazo estatal de los señores de la guerra está ganando la contienda, mientras pide a los guerrilleros que reflexionen a partir de este incomprensible galimatías:

La “Obra Revolucionaria” pierde su vigencia histórica cuando las condiciones políticas que la propician no existen o desaparecen, así prevalezcan condiciones económicas y sociales que aparentemente la justifiquen.

A este pasaje le rodean expresiones igual de confusas pero tan elocuentes como: “arriar la bandera de la reconciliación”, “audacia política”, “inopinada temeridad”, “retórica belicista y la excitación a la revancha”, “el objetivo nacional a la vez más incluyente y exaltante”, “su continuidad es una realidad que pisa los umbrales de la desesperanza, “la ‘inevitabilidad’ de la guerra”; “conciliación con pérdidas razonables”; “Los juegos del poder se balancean”, etc.

El desafortunado acertijo intenta contarnos en tres líneas la historia y desenlace de un conflicto que ha conseguido, con no poco esfuerzo y dolor, cruzar las fronteras de dos siglos. El supuesto de esta correspondencia es que hubo, alguna vez, ciertas condiciones socio-políticas que desataron el conflicto, circunstancias que han “desaparecido”, dicen los académicos, a lo que debe seguir un proceso de reconciliación.

Ignora la intelligentsia criolla que el conflicto se ha transformado en los últimos 30 años. Las fuerzas antes enfrentadas se alían en un próspero negocio de mercenarios que de uno y otro bando venden sus servicios al mejor postor. Lo que en el principio fue un juego de piezas blancas y negras se transformó en una neblinosa partida de pequeños grupos sin ganadores ni perdedores, pero con muchos muertos y desplazados. Señores de la guerra fragmentados en paraestados mínimos que se rigen por las normas de optimización de las ganancias sin importar insignias, banderas o acrónimos ideológicos. Estos señores tienen representación en los partidos políticos y en las instituciones públicas, también en los ejércitos que juegan al despiste en las selvas. Sin embargo, no están en la carta de los académicos. Los señores de la guerra consiguieron erigir a su propio autócrata en los dos mandatos anteriores, gracias a una jerga patriotera que periódicos de circulación nacional y la TV difundieron como el “fin-del-fin” del conflicto (y el del-fín llegó por supuesto). La escenificación de la paz, centro de los ruegos de estas cartas, es un mero teatro en el que dos guignoles pretenden resolver un conflicto que no está en sus manos. A pesar de los hechos, la intelligentsia clama a los cielos por un escenario de conversaciones, mientras la PAZ-REAL tiene un precio en el mercado de los señores de la guerra que ya negocian sus cuantiosos dividendos.

La historia y desenlace del conflicto podría resumirse mejor de otra manera:

En una lejana ex-colonia una serie de guerras civiles entre desposeídos, usurpadores y cachiporros se encadenaban una con la otra. Los primeros descalzos, analfabetos y a veces comunistas. Los segundos terratenientes, ricos, y siempre autoritarios. Los terceros se dividían entre los primeros y los segundos. La paz en los primeros cien años del conflicto no era un tema que preocupara a las partes, al contrario solían intercambiarse mensajes por medio de los cortes que con gran destreza un carnicero realizaba en los cadáveres del enemigo: la corbata, el fumador, el hablador, la cabeza sin jinete. El primer alto al fuego del que se tiene noticia acabó en tiroteo, no hubo sobrevivientes entre los invitados del otro lado de la mesa. En el último todo quedó como estaba. Los fusilamientos, masacres y asesinatos eran historias de nunca acabar, hasta que apareció el Vate nacional, un semidiós del lenguaje, que nos contaba aquellos duelos de sangre en un género literario que se inventó especialmente para sus novelas: magic realism. Los coroneles, capitanes y la tropa rasa, deprimidos por la muerte, la desolación y el sufrimiento se transformaron en imaginarias sombras del virulento transcurrir de la historia. Este dignísimo fabulador llevaba siempre en el bolsillo, por precaución, su pasaporte y un billete para Mexico D.F.; aun tiene muchos amigos por allí. Los señores de la guerra nunca estaban solos, algunos leían Mein Kampf, jugaban al golf o vivían en Suiza. Hasta que una riqueza emergente empezó a subsidiar la política nacional en las postrimerías del siglo XX, lo que también ensanchó los dominios del ejército irregular que se oponía al estado. El dinero brotaba de las selvas empacado en enormes sacos de esparto que las fuerzas de seguridad acarreaban con docilidad y gastaban con locura, mientras compartían garito con el enemigo que también se iba de parranda. En medio de la música, el trago y las reinitas ¿P'qué paz? Fin-delfín

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