23/6/11

La reparación poética de los conflictos

I

I hate that drum’s discordant sound,

Parading round, and round, and round;

To me it talks of ravaged plains,

And burning towns, and ruined swains,

And mangled limbs, and dying groans,

And widows’ tears, and orphnas’ moans;

And all that Misery’s hand bestows,

To fill the catalogue of human woes.

John Scott of Amwell

Alberti ya le había declarado la guerra poética a la guerra mucho antes de que un Parlamento diera por cierta su existencia y admitiera con rebuscados debates las consecuencias del dolor, la muerte y el despojo. Tiempo atrás, a Paul Eluard los gases de la Gran Guerra le dejaron un temblor recurrente en las manos; Lord Byron murió por la libertad griega; Chaucer fue capturado en Francia en camino al combate; Donne desembarcó en Cadiz; Lorca fue fusilado por los fascistas; Graves fue dado por muerto en un hospital de campaña; Zweig se suicidó, porque no soportaba las victorias de la Blitzkrieg y el presentimiento de la masacre; no me olvido de María Mercedes y otros más. Ospina dice que todo buen colombiano ha vivido un magnicidio, una guerra y un infierno. Esta afirmación debería cubrir a la mayor parte de la humanidad y a casi todas las épocas de la historia. Es el caso del dios rabioso de un pueblo del desierto, Yahvhe, que ayudaba con fría solvencia a sus ejércitos siglos antes de que “La democracia más antigua de Latinoamérica” inventara el consentimiento parlamentario a la vigencia de la guerra. En aquellos lejanos días la épica del sufrimiento propio y ajeno era la recompensa al sin sentido de la muerte y a las escenas en que los guerreros -o sus familiares- caían despedazados junto a los muros de alguna ciudad que hoy día nos parece inexistente. Los versos grabados en la tumba de Borges cantan las bondades, previas a la refriega, de un campo de batalla. Las antiguas sagas nórdicas y los cantos griegos fueron el modelo caballeresco de la guerra en el que los poetas-soldados y sus víctimas se leían a sí mismos padeciendo a fuerza de espada, o cobardía, la incansable presencia de una rivalidad que sólo podría disolverse con la muerte. Los viejos caballeros-poetas de la guerra murieron en las trincheras de Verdún con el lodo y las ratas saliéndoles por las orejas. Los cantos a la batalla pasaron a manos de las clases trabajadoras de poco griego y casi nada de gaélico. Entre la segunda guerra y Vietnam las ausencias, los abandonos y las condolencias postales del presidente, fueron la letra de un blues, el baile obsceno de Elvis y el aire en la armónica de Dylan. Donde hay guerra, hay poesía, así los Vates patrios consideren que la violencia es la cara exclusiva de la epopeya nacional redactada en una prolija sucesión de versos. En cualquier caso prefiero a los poetas, y sus cantos a los impases de la guerra, que a la jauría de parlamentarios que debaten -con media carcajada- su perspicaz entrega a la indiferencia del conflicto. El olvido es el patrimonio de la política mientras la memoria insiste con el poema. Unos versos de Arquíloco nos recuerdan la desventaja que todavía ocurre entre las víctimas indefensas y los numerosos verdugos.

II

Sabedlo bien vosotros, los que envidiéis mañana

en la calma este soplo de muerte que nos lleva

pisando entre ruinas un fango con rocío de sangre.

Luis Cernuda

El poeta Adrian Mitchell (en el video) convoca a la mentira para hablar de la guerra, porque la horrible verdad le ha pasado por encima. Sabe que algo arde y huele mal -¡es su cerebro!-. Escribe como las bombas caen inconscientes, cómo podría compilarse una enorme guía telefónica con los nombres de los ausentes, y nos pregunta “Where were you at the time of the crime?” Estos versos son la música de fondo para la lectura de Un día maíz, quizá, y con amplio margen, un libro que entra en la tradición poética que carga con las guerras y sus estragos. Los versos de este libro nos atropellan con la verdad que “en los labios de los muertos...es un error más”. Desde las anónimas regiones se enumeran acontecimientos no reconocidos por la justicia oficial y por tanto fuera del alcance de la impunidad. Los “hechos” descritos pasan una y otra vez hasta que son absorbidos por el agujero negro de la capital -Bogotá-: el ombligo de la mentira y el desarraigo nacional. La poeta supera el contenido de cualquier periódico, informe, reportaje o documental sobre las víctimas, porque retorna como todos los versos de guerra a la “repetición” de los que han optado por las duras metáforas de sangre, dolor y muerte. Así como Benjamin Péret comía ratas en Verdún para que le devolvieran la pierna que le habían devorado, "J'ai mangé beaucoup de rats / mais ils ne m'ont pas rendu ma jambe", de un modo semejante los fragmentos de cuerpos deambulan por este libro: “perseguirás por los siglos de los siglos el pedazo de / tu mano izquierda”. Hay algunos motivos de fondo que saltan una y otra vez. El lenguaje de la poesía comprometida de finales de los 70 que nos recuerda la experiencia inmediata de la poeta: “los disparos / son la partitura / del himno nacional”; “Hace falta mucho detergente / cuando mi país hasta en la ropa duele”. El reclamo agnóstico al Casero ausente, el espectro metafísico que todo lo permite y que está para sellar las defunciones: “la risa de una mosca entre el fuego habla / de un Dios que ha venido a bañarse en la sed de / los muertos”. El recurso al microrelato o a las crónicas en verso:

La carta

a tiempo

La niña me miró,

apretó su muñeco

y se desplomó conmigo.

Sorprende un halagador cinismo ante las volubles clasificaciones literarias a las que la narrativa latinoamericana se enfrenta de perfil y con una recelosa disconformidad, no expresada. La poeta nos propone el vacío de una famosa etiqueta o la inutilidad flagrante del cliché literario ante la crudeza de los hechos:

Escucharás en la radio: “la situación está controlada

solo falta desactivar la pentonita que le cargaron al

camión”, y tú serás el camión, y tú serás pentonita

en la explosión. Es el realismo mágico.

Los ejércitos y las máquinas de guerra, como en los poemas de Mallarmé, sirven de circunstancia, soporte escénico o de expresión material del conflicto, los bombardeos, el sonido de los aviones, las carcajadas de los demonios: “Los ejércitos aprenden los pasos de la marcha / fúnebre, pero olvidan el canto que aplastan sus / botas”. Las consecuencias del conflicto es el irregular goteo de ausencias, tal como lo dice Fayad Jamis: “Anoche hablaban de la guerra siempre de la guerra/ cadáveres espuma de eternidad cadáveres”. Esta espuma de eternidad son los: “cuerpos [que] insisten en volver, emergen del agua / pesada que cae y tropieza en las campanas”. Los poemas de Un día maíz son de una sintaxis irregular, abundan en subordinaciones y juegan -muy en serio- con la realidad testimonial. Son poemas en los que la voz que escribe es la sentenciosa mirada de la poeta -Mery Yolanda Sanchez- a la historia de un país que repudia el futuro y la inexistencia de la esperanza, así nos despierta a golpes de verso-bofetón el libro Un día maíz.

III

La guerra

Todos los aviones regresaron a sus bases

Pero no todos los hombres

regresaron a sus casas. Pero no estaban

todas las casas de los que regresaron. Pero

no todos los que regresaron

encontraron a todos en sus casas.

Manuel Díaz Martinéz

La poeta en el libro Un día maíz, junto a otros, es la única capaz de proclamar que habitamos “una isla en el trópico de la guerra” (Belkis Kusa). Este aislamiento al que somete el conflicto le hace ver a consagradas voces que la poesía es la “resistencia espiritual” o el “paraíso recobrado”. Una ocurrencia que nos lleva por los países inventados o las utopías en ciernes. Qué pasaría si los “alzados en almas” de la poesía criolla pensaran en la opción de superar una “metáfora” para aceptar, por fin, los hechos. El poema como lo muestra Un día maíz es la reparación que muchas víctimas han esperado. En esas palabras están sus seres extraviados, sus tierras abandonadas, sus huídas y peregrinajes hacia el olvido. La poeta, sin duda, se lo ha hecho ver a los cientos de miles de aludidos ¿Pero qué hay de la “cultura oficial”? Estarían los dignatarios, del partido gobernante -hace pocos días- negacionista del conflicto, en capacidad de alfabetizar a la sociedad en todos sus estamentos, clases, divisiones, grupúsculos y tribus con LA REPARACIÓN POÉTICA DEL CONFLICTO. El estado, uno de los agresores, podría participar en la visualización benéfica de los hechos rechazados por las instituciones, transmitidos a medias por el periodismo, reprimidos en su voz sin piedad. En Argentina al final de la dictadura una comisión encabezada por Ernesto Sábato entregó al presidente Alfonsín un informe sobre la represión militar, conocido después con el nombre del novelista. ¿Es posible un “Nunca más: informe Sábato” en el trópico de la guerra? A ustedes, los que se atrevan, les queda esta consigna para juzgar su relevancia o su prioritaria necesidad. Por si acaso, ahí dejo un encabezamiento:

Los elementos dejaste asidos

con un brazo de paz y otro de guerra,

la negra habitación del hondo abismo,

todo lo sujetaste a sus sentidos;

sujetaste al hombre Tú en la tierra,

y huye él de sujetarse a sí mismo.

Francisco de Quevedo

PD. Queda el libro Un día maíz para descargar y una antología de “War Poetry” para allegarse a una indeleble tradición.



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