27/7/11

El hipo de los libertadores (la justicia en tiempos postcoloniales)

De la neurosis digestiva, la tisis y el hipo de Bolívar no han quedado pruebas. Los médicos no saben de qué ha muerto, aunque reconocen que los retratos hechos a la figura del pequeño general le hacen justicia a un esqueleto de genética mestiza. Los forenses compensan la falta de certezas con este dejo estético que satisface a la opinión pública; aquella prole anónima que espera algo del bicentenario silencioso de unas carnes evaporadas. Tan efímeros y repetitivos como los hipos de Simón, a reposo en su diminuta cama, se antojan las dignidades de todo lo que lleva en la América meridional el nombre de "institución política". Hablo de todo eso que es votado por un irregular censo electoral lleno de resucitados y turistas, poco después transado por los congratulados elegidos con el beneplácito de unos cuantos hombres de reputación sin documentar.

Por triquiñuelas y alevosías que nos son desconocidas este ferviente tráfico político -que caracteriza a las felices naciones de la era postcolonial- ha sido investigado. Por una vez, quizá la primera después de los primeros hipos del libertador, los fiscales han imputado a los responsables y los jueces han actuado en consecuencia con resultados que llevan una implícita auto-ovación por parte del anhelado delfinazgo que ahora nos gobierna. La corrupción dicen los comunicados oficiales “desaparecerá”, lo que reitera la verde unidad nacional, las leyes, los periódicos y las reporteras de labios acerados.

Es difícil creerse la veracidad de este tipo de eventos en un país que disfruta de una generosa impunidad, en la que los procesos judiciales jamás comienzan, en la que la figura de la justicia ha perdido venda, espada, balanza y vaga desnuda por los pasillos de un frenocomio público.

En la historia reciente del país ningún político ha sido encausado en corruptela alguna. Esta vez, la única vez, le ha tocado a un exministro de agricultura al que se le ofreció antes una embajada en Roma para huir con pasaporte diplomático del desaguisado que sus subalternos pagaban con discreción. El caso es un mito-ancestral en la formación de la sociedad colombiana: la propiedad y la explotación de la tierra. Siempre en tan pocas manos, en señoríos que se pierden en el horizonte y cuya expansión se debe al poder fáctico de los refundados -una y otra vez- ejércitos privados que primero con machetes y mazos, luego con fusiles de asalto y matarifes, iban echando poco a poco a los campesinos que nublaban el paisaje del latifundio familiar.

El reo es un hijo de la elite bilingüe, educado en la piedad religiosa y la universidad norteamericana; una cara inversión que no puede perderse tras las rejas. El avezado economista apoyó con ligereza la autocracia uribista y la repartición de los subsidios públicos -no retornables- a los únicos capaces de gestionar el modelo global de la producción de biocombustibles: los ancestrales señores de la tierra, del agua, del cielo, de la guerra, de las vidas de los campesinos. En un par de años repartió cerca de 17 millones de dólares que en moneda local hacen una dadivosa cifra de nueve ceros, bien puestos a la derecha.

Quizá con el tiempo, o a su enorme pesar, conoceremos la contabilidad de los subsidios a los favorecidos exportadores de biomasa y sus plantaciones de Palm Oil. Las mismas que en Asia reducen la población de orangutanes y la selva tropical, mientras en la nación del “hipo libertador” ocupan las tierras de poblaciones ancestrales de indígenas y afrodescendientes. En este proceso no se habla del crimen estatal que convierte el tesoro público en un recurso privado al servicio de la expulsión de pueblos enteros de sus pequeñas parcelas, arrastrados por el cauce de la violencia hacia la exclusión social. Tampoco trata la financiación de los partidos políticos que simpatizan y acogen a las castas salvajes de propietarios.

Este proceso judicial que, por una y única vez, investiga las redes de corrupción encubre la ancestral violencia de los propietarios de la tierra, beneficiarios y ejecutores de las políticas de desarrollo basadas en la explotación de las materias primas. Sin embargo, esta parte de la red, la más perjudicial y errática, escapa al proceso, igual que la tozudez de los gobernantes que insisten en la explotación económica de los recursos primarios, según los dictados del libre comercio global, sin modelo alguno de equidad social o repartición de la riqueza ¿no son estas las características de un modelo colonial ya olvidado, pero que al día de hoy sólo ha cambiado de administradores? La justicia de las orgullosas naciones postcoloniales es como el hipo de Bolívar que en 1830 parecía un signo de enfermedad del que no se podía decir que causara la muerte.

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