20/5/11

La democracia prohibiéndose a sí misma

¿Es posible un totalitarismo democrático? La pregunta sobra porque ya ocurre en muchos lugares. En el norte de África las revoluciones surgieron de autocracias que celebraron “elecciones”. En Latinoamérica se han elegido por décadas a los mismos partidos con los mismos apellidos, con sabores que a veces cambian o colores que se reciclan. Esto no sucede porque las mayorías voten engañadas, ya que esas fantasmales mayorías lo hacen a propósito con una convicción somera pero eficaz. El mecanismo aunque parezca extraño se debe a una obvia jugarreta binaria que divide a la sociedad en polos opuestos: rojos y azules, demócratas y republicanos, derecha e izquierda, conservadores y liberales, republicanos y monárquicos, populares y socialistas. Estas oposiciones deben resolverse en una síntesis: el gobierno de los más votados frente al recelo de los menos sufragados. La función histórica del voto es la de otorgar el poder al que tiene la suficiente fuerza para tomarlo sin aprobación de nadie. El teatro político encubre esa fuerza absoluta bajo el cumplimiento de unas reglas constitucionales, una jurisdicción ambigua y la aplicación de una justicia que no llega ni a la cojera. A esto le sumamos la propiedad o parcialidad de unos cuantos periódicos o canales de TV, un banco competente y un pulpo global, como la mafia o las multinacionales, y el resultado nos lleva a la máxima “la democracia somos todos”. Salvo que en esos “todos” hay unos “ellos” -muy pocos- que le dan por el culo a los “demás”, el resto.

“Ellos”, los ganadores se reparten el botín fiscal, laboral, las infraestructuras, las bandas magnéticas, los recursos naturales y redactan algunas leyes que los hacen inmunes al virus de los otros. Estos son los perdedores que esperan como “santos” un turno para hacer lo mismo cuando sea oportuno. Todo lo que sube tiene que bajar, así que las gallinas de arriba cagan a las de abajo gracias a que estas saben que les llegará el turno de contra-cagar al oponente. Las sociedades se integran a esta dinámica con una inercia pavorosa, tanto que los pocos años de sucesiones democráticas -si acaso algunos lustros en las naciones más afortunadas- se toman por un conveniente destino histórico que resulta irrevocable. La sucesión de las democracias se juega a partidas de dos jugadores y en las apuestas nos revolcamos todos aquellos que carecemos de color, polaridad o apodo. Los del medio, siempre los más, los votos en blanco, la abstención, el voto nulo. El crudo democrático que no se ha cocinado y que a veces llega a pudrirse sin remedio, olvidado por los ganadores y rechazado por los perdedores. Nadie se junta con los indecisos, con los votos sin partido: esas caras que se aburren con el espectáculo.

A estas caras aburridas se les conoce ahora como “indignados”. Están en la calle diciéndole a la bipolaridad oscura que sella el acceso a la justicia, la igualdad y el cumplimiento de los derechos fundamentales: basta de espectáculo. Sin embargo, la indignación ha coincidido, sin quererlo, con la votación y el Tribunal que decide por las filas de votantes bipolarizados prohíbe a los sin voto, a los sin democracia, que le jodan el sagrado deber del voto a los que eligen a las próximas gallinas que vienen de ser cagadas y que cagaran todo lo que puedan a las que se bajan del poder.

Las instituciones democráticas protegen su reliquia sagrada, el voto, de los que saben y padecen la inutilidad de los domingos electorales. Esa democracia prohíbe la crítica de sí misma, se refugia en una ley que garantiza los privilegios de unos pocos gracias a la contabilidad de unos cuantos papelillos sacados de la manga con parcialidades ya conocidas: a veces ideologías trasnochadas y otras la prosperidad burocrática, contractual o sindical. Los que están fuera de la fila estamos condenados a callar en día de elecciones. Esa especie de reverencia a la pascua del sufragio huele a los alcanfores del engaño y la dormidera. Ninguna democracia puede prohibir la crítica a la inutilidad del voto. Buscamos votos al servicio de la humanidad no de la mezquindad política. Fuera partidos, fuera leguleyos y corruptos. Debemos preparar una bienvenida a los que sin voto ya tienen voz.

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