“Es cierto que uno no debe alegrarse con la muerte de nadie,
pero ese cuerpo abatido del mal, esa barriga al aire con una pistola en la
mano, ese cadáver al fin incapaz de maquinar asesinatos, secuestros y actos terroristas,
no nos entristeció”. Héctor Abad
Empieza el prosista antioqueño
citando a medias a Hanna Arendt con el fin de justificar su catecismo de
exorcista: el mal suele encarnarse en personas tan comunes, a veces tan amables
y excéntricas como cualquier hijo de vecino, por eso consiguen engañarnos con
superficiales actos de bondad y cotidiana simpatía. Según el escritor, envanecido
por reflexiones ajenas, mal regurgitadas, hay personajes en la historia que
encarnan el mal y punto, sin ambages, como Adolf Hitler y Pablo Escobar ¡Sí
señor! no tiene vergüenza alguna Héctor y mete a los dos en el mismo costal
(con otros especímenes, por si acaso). Los lectores de la discípula
del polémico maestro, vagabundo de la Selva Negra, echan algo en falta en este recurso.
Por supuesto, lo que dijo Arendt (pp. 128-31) no tiene nada que ver con el supino tijeretazo
del paisita. La cita completa diría más o menos: personajes históricos -como
Hitler- encarnan la posibilidad del mal en cualquiera de nosotros, así que corresponde
juzgar en cada uno de los casos de dónde proviene esta terrible posibilidad
tanto individual como colectiva. Arendt indaga por la responsabilidad conjunta de
la irrupción del mal, latente, como un espectro de naturaleza ambigua en la
historia humana (v.g. el mal convertido en un “daño colateral” por el sistema totalitario
nazi). La respuesta del escritor a
este arduo trabajo es un simple: “que hubiera pasado si…” alguna encarnación
del mal no hubiera ocurrido. De nuevo se apoya en las ideas ajenas de un
historiador (c. 4) que, investigando el por qué de las guerras, ve en el caso de
Hitler un ejemplo del impulso nacional y social que este tipo de
acontecimientos cobran en un mismo individuo. Al contrario, Abad lo cita fuera
de lugar con justificada candidez: si a Hitler le hubieran matado en la Gran Guerra no hubiera ocurrido otra segunda. Para luego huirse con esta
gran conclusión: si a Pablo Escobar lo hubiera matado la desnutrición, o una
diarrea, Luís Carlos Galán se habría inventado la reelección. Por suerte -para nosotros- hubo
un día en que el exorcismo fue consumado y el mal dejó su empaque corporal para
enaltecer el fervor nacional en la innata bondad patria, ya que tal
“demonio” no volvería a pisar nuestra noble tierrita. Sin embargo, el exorcismo
llegó demasiado tarde y sólo nos quedó la satisfacción de la “barriga pelada”
al aire, inanimada y yerta. Podemos entender que el intelecto
de Abad se agote en el publirreportaje de telenovelas y que deba ajustarse al
molde: pintar a buenos y malos, explicar qué hacen los malos y por qué lo son
tanto, señalar a las tristes víctimas entre el bando de los buenos, y anticipar
el final feliz. El paisita cumple con sus compromisos comerciales a pie
juntillas, se ha ganado los pesitos, no cabe duda. Además lo hace con
filigranas intelectuales, críticas inverosímiles de ideas que ignora por completo
y nos ofrece un sancochillo de su propia cosecha para reír con desenfado y
despotricar con gusto sobre las provincianas limitaciones de uno más de los
exorcistas del “Patrón” (y de paso, de nuestra fatídica historia).
II
Seguir las ideas de Arendt, con
rigor, sin mezquindad, significaría aceptar que las “encarnaciones”
individuales del mal son bienvenidas por un regocijo colectivo; silente en las
circunstancias nacionales. No se trata de un Pablo Escobar "héroe popular", no
hablo de ese recibimiento, quiero señalar la recepción que las élites políticas,
judiciales y policiales dieron a este magnífico “espíritu del mal”. De lo
contrario el 99% de sus -ahora telenovelizadas- fechorías no gozarían de la
impunidad que las acorrala en el doloroso curso de nuestra historia. El “exorcismo”
de Medellín no fue el desenmascaramiento del “espíritu del mal”, sino una cruel
forma de ocultar la enquistada participación de las élites nacionales en el
entusiasmo que rodeó al congresista, al hombre de negocios, al empresario
deportivo, al hombre público, partícipe del poder que gobernaba el
(doña) rumbo patrio. En aquellos
días, hace tan solo 30 años, las élites del país optaron racional, y
emocionalmente, por el carácter “narco” de la nación como único medio de
conservar el poder. Hasta los purpurados sacaron tajada. Abad no cita las
investigaciones de Coronell acerca de los negocios entre la familia
propietaria del Ubérrimo y el “Patrón”, tampoco el gorila que hamacó sus
perezas en la constitución del 91, ni la conspiración liberal que puso a
Gaviria en el poder y que luego cambió de “encarnación del mal” como si nada.
Este publirreportaje de la amnesia ignora que el unicornio, los hipopótamos y
demás fieras del bestiario de Escobar se saltaron por décadas todos los controles de un Estado democrático. El mal requiere un consentimiento y el
Patrón tuvo el asentimiento del país político y económico. Sin embargo, nuestro prosista
antioqueño dice que es hora de enfrentarse a la “encarnación del
mal”; le invito a que contemple una de esas reencarnaciones en alguno de los
tantos espejos que decoran su estupendo apartamento en el valle del Aburrá.
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