31/5/10

UN PAÍS DE CONSERVADORES ESPERANZADOS…¿QUÉ NOS PASA?


Hay un dato en las encuestas que persistía sobre todos los demás, una cifra que nunca bajó y que siempre se mantuvo estable en todos los sondeos, más o menos el 70% de los colombianos eligió a Uribe como el político mejor valorado del país. De ese mismo porcentaje se alimentaban, después, las cifras de estimación de voto para la primera vuelta. Al principio, quizá una parte del 70% dudó de la gallina-delfín y ponderaba más su elección sin dar mayor importancia al resultado final; pero el día del sufragio una predisposición, casi primitiva, que ha resistido al post-referendum, el espionaje, la parapolítica, y todo lo demás, votó a favor del candidato de palacio. Los agradecimientos de Santos no se han hecho esperar, porque hemos asistido a la transfusión de poderes entre el patronazgo finquero, del político mejor valorado del país, y el delfín-gallina más cebado de la granja.
Nadie reparó en que la disposición social a un supuesto cambio político debía enfrentarse a la resistencia mayoritaria de la imagen positiva de Uribe, lo que fue aprovechado en la campaña electoral de diversas maneras: manipulación de los sindicatos estatales (el útil Angelino), ayudas sociales, consejos comunales, fabulitas avícolas, suplantación ‘fantasmal’ en la radio, decretazos para controlar la información electoral y el riesgo festivo del yoniuoquer durante el conteo de votos. Con esto y los tradicionales carnavales de pepitoria, tamal, garrafas de aguardiente, cajas de cerveza y los centavitos que circulan por un puñado de votos, se acabó cumpliendo el destino histórico de la democracia más antigua de Suramérica.
Algunos soñamos y lo seguimos haciendo, porque las delicias del inconciente aún no pagan impuestos. Así que la pregunta no es ¿Qué le pasó a Mockus? sino que ¿Qué nos pasa con Uribe? El primero representa la esperanza de una transformación social basada en la racionalidad civilista, mientras que el segundo garantiza la circulación de favores estatales, un modelo corporativista que reparte contratos, subsidios y bequitas. El dadivoso reparto le ha bastado para ganar las tres últimas elecciones y no hay alternativa política que pueda con este patrón de comportamiento, ya que si sólo vota menos de la mitad del censo electoral basta con la mitad, más uno, de esos votos para seguir ganando. Este escaso 25% del censo electoral es el que recibe los favores del dueño de la granja; y seguirá votando por él.
Asistimos al secuestro del Estado por parte de una alianza de corporaciones (fedegan, el grupo mediático del tiempo, el ejército, los contratistas, los grupos ilegales,…etc.), cuya estrategia es generar una red de favores que soporten la dependencia mutua de un sector puntual de la nación, esos 5 millones que votan y ganan elecciones. Esta dependencia se contagia al resto de la sociedad y por eso el país acaba por creer que sin la cabeza de esta red de favores, el “gran dispensador universal”, no hay futuro posible.
Se trata de un hecho colectivo, un estado mental en el que prima un “conservadurismo” (no se trata del partido político, ver “¿Qué tan conservadores somos los colombianos?” ) lejano de la autonomía racional. Se trata de la piedra atávica que amarra nuestro deseo de supervivencia a un asistencialismo paternalista, a unas jerarquías verticales de las que descienden unos ciertos privilegios en forma de satisfacción material, inmediata para unos pocos e insignificante para otros. De la voluntad de ‘conservar’ unas pocas garantías egoístas, instantáneas y gratuitas, proviene el grueso de la votación que reeligió ayer, más que a un candidato, a un status quo.
Esta tupida comunidad de supervivencia egoísta, aferrada a su intercambio de privilegios, es la que le cuestiona al candidato de la esperanza, y sus seguidores, la escasa precisión de su programa político en el que se promueve un cambio social desde el respeto a la legalidad. Este proyecto carece de la precisión del intercambio favores, de la facticidad que tiene el beneficio real de un voto: conservar un trabajo, obtener un subsidio, ganar un contrato. Hasta los mismos opositores al régimen del beneficio paternalista se resienten frente a este proyecto político, porque no incluye consignas contra el neoliberalismo, a favor de un proceso de paz sin reglas de negociación, o la promesa de una reorganización burocrática que sustituya al actual status quo.
Todo parece indicar que deseamos un cambio político, pero siempre ganan los mismos. En cada ciudadano habita una parte de esperanza que compite con un alter ego conservador, un egoísta más que ha recibido una buena oferta por su conciencia y que al final la vende. Las motivos de las transacciones de conciencias, de las cadenas de excepción para lograr un favor, están en la precariedad en la que vive la mayoría de la población y la carencia de alternativas de subsistencia en sociedad. Somos el país de las guerras civiles sin fin, en el que abundan héroes olvidados y melancólicos que comparten su frustración con millones de “siervos sin tierra” que deambulan desorientados por los suburbios, mientras esquivan los disparos de un escuadrón de niños que defienden su esquina del barrio.
Vivimos de la esperanza de conservar algo, de mantener lo poco que hemos guardado de la desbandada y la masacre, por eso cuando el caballo del patrón baja por el cerro, escoltado por una cuadrilla de mayordomos, le rezamos a nuestra divinidad salvaje para que nos deje un ranchito, un bulto de papas y unas cuantas gallinitas.

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