El cabo Manning, un marine de metro cincuenta, con un aspecto
de arma mortal que ofendía con su presencia el tamaño y el número de los
escoltas que le asediaban -incluso en la clínica donde solicitó cambiar de sexo-
cumplió con la misión más irredenta, pero a la vez idiosincrática, de la
mitología digital que ahora nos embarga con sus relatos de buscadores de la
verdad, avernos indescifrables sin retorno, ejércitos de bots, mafias que
medran con tablets, ligas de la justicia universal, conspiraciones contra la
privacidad, virus apocalípticos, asunciones informativas más allá de lo
misterioso. Aquel marine, desde un terminal destinado a las tropas del invasor
en Irak, consiguió abrir la caja de Pandora, largando los truenos de las suspicacias
del imperio robadas a unos pacientes rebaños, vigilados por ciertos
entrometidos pastores. Así conocimos a Assange, así perpetramos el poder global,
creímos, aunque suene a broma, en las “verdades periodísticas” de las portadas
del The Guardian. La gran operación para recuperar la credibilidad de los
tabloides, en quiebra, de la city colmó de una gloria fortuita la inteligencia de
un marine que, por casualidad un día de ocio en la guerra, sacó a paseo sus habilidades
de programador autodidacta. Este es el héroe de la épica conspirativa de nuestro
tiempo: un incógnito programador que manipula una red que bien puede ser el
universo mismo y sus copias paralelas, como en el relato mesiánico de Matrix; todavía
los que curioseamos a través de las ventanas del consulado ecuatoriano en
Chelsea esperamos a que salga la verdad a cantar un vals.
Los conspiretas digitales, rabiando de gusto, observamos al
fiel servidor que creía locamente que su amo y sus instrucciones eran el
destino de una nación, necesitada de sabotaje, mentira, desinformación y espionaje.
La patria deseaba que otro candidato presidencial ganara y por un módico
precio: “400 millones entre febrero y mayo”. Por supuesto, los encargados de
traernos la buena nueva, de revelarnos el “periodismo de verdad”, son unos
primos o sobrinos -no conozco bien el parentesco- del jugador de póker reelecto,
el candidato que la conspiración digital pretendía derrotar. Coincide que la
familia del palacio político y del olimpo mediático es la misma, ¿cuánto les
habrá costado sacar a bailar a la verdad en este vals?
Después del marine apareció un funcionario subcontratado de
la NSA, antes fue un operador bancario de un paraíso fiscal. A veces, la verdad
es un flujo escurridizo que necesita explotar en un semanario. Este domingo se
revela el hacker criollo, bastante caro, vapeando su relato convencional y aburrido
de etiquetas muy definidas, quizá preparadas en un espontáneo script: “soy
uribista y patriota”; “conocía a los miembros de Andrómeda”; “el aparato logístico
era enorme, estatal y militar”; “gastábamos mucho dinero”; “recibía órdenes de
Zuloaga”; “el objetivo era la paz y su cortejo”; “Uribe filtra hasta sus
hemorroides”. El vals que el país quiere oír y bailar junto a la verdad. El
hijo de Andrómeda ha salido a cantar por las esquinas y deberemos creerle tres
cuartos de lo que dice, o al menos la mitad, también podemos esperar a tener la
suficiente memoria histórica para conocer algún día en un documental en YouTube, producido por los Post Office Cowboys, qué demonios pasó realmente.
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