14/2/07

Un pellizco desde el pasado

San Victorino - 1890


BOGOTA DESPUÉS DE UNA REVOLUCIÓN
Escrito en Bogotá hacia 1863, luego de la caída intempestiva de Tomás Cipriano de Mosquera, luego de tomarse a sangre y fuego el poder de Bogotá, a nombre del Estado del Cauca.


Por Tamuria§

Difícil, por no decir imposible, es comprender a fondo, en estos momentos, la situación moral de los habitantes de esta ciudad. Enclavada en el corazón de las cordilleras; sin industria ninguna propia, sin fábricas, sin caminos, escasa de capitales, sin comercio activo; con una pobla­ción mayor que la que sus producciones pueden mante­ner; paralizados los antiguos negocios, sirviendo de refugio a un gran número de emigrados de otros lugares, domina en el conjunto un sentimiento de malestar, de desconfian­za y de mal humor.
La liquidación general de cuentas, suspendida antes por la guerra, empieza a mostrar alteraciones en la condición monetaria de los negociantes; el aguijón de los acreedores empieza a punzar dolorosamente; las esperanzas de me­jora que se fundaban en la paz han sido burladas por la desconfianza y la atonía que aún reinan en los negocios: la incertidumbre sombría que se siente sobre lo que su­cederá el día de mañana, domina en todos los espíritus. El descontento es unánime, la pobreza universal, los há­bitos de ociosidad formados durante la guerra, están dan­do frutos de vicio, y el sentimiento de las propias dolen­cias parece sobreponerse ya al del interés público, que dominaba antes toda la atención. El aislamiento forzado de los días de guerra mantiene todavía la separación entre las familias; cada cual se concentra más dentro de sí mismo, y el egoísmo, envenenado con un principio de malevolencia, puede decirse que es la pasión dominante en la sociedad.
La mendicidad ha llegado a su colmo: la mendicidad de mil formas que, como Proteo, reviste unas veces los harapos del pordiosero, la ruana lustrosa del artesano arruinado, la mantilla empolvada de la señora vergon­zante, el gabán roído del empleado cesante y hasta el vestido flamante del petardista recién inaugurado. Ban­dadas enteras de niños vagabundos recorren las calles: cojos, mancos, tullidos, cepedas [1] colosales se exhiben por dondequiera. Los grupos de familias mendigas, que un espiritual amigo nuestro comparaba ahora años al de Laocoonte, se muestran por las calles, más torturados por el hambre, que lo fueran por las silbadoras serpientes de Virgilio, el sacerdote troyano y sus hijos.


La doble a Usaquén-1896

El bogotano emigra rara vez. «De Bogotá al cielo» es su patriótica divisa, y ni la miseria, ni las palizas, ni la carestía, ni el tifus, ni las siete plagas de Egipto, serían poderosas para hacerle abandonar el monótono espectácu­lo de sus calles desiertas, ni la devoción a los cerros de Monserrate y Guadalupe, sus dioses lares, de quienes no se resuelve a separar, ni tampoco a llevar, como Eneas, a las espaldas, en la emigración. Aumenta sus combinaciones para gastar menos, reduce sus consumos a proporcio­nes homeopáticas, inventa profesiones raras; pero no emigra a otras tierras. Hace mercado a las dos de la tarde, hora en que, según es fama, el precio de los víveres baja a menos de la mitad, abre agencia de epístolas desgarra­doras «a los caballeros de buen corazón»; profesa la homeopatía, ciencia de proselitismo abundante en los días de escasez, vende sus libros, sus joyas, su herramienta, su sombrero de la moda anterior; pero, como decía en la Convención de Rionegro el general Piñeres, santafereño reforzado, aunque sólo por naturalización, ante la idea de emigrar, el bogotano respondería como aquellos muy no­bles indios invitados a ceder sus tierras al conquistador: «Les diremos a los huesos de nuestros padres, de nuestras esposas y de nuestros hijos que se levanten y nos sigan, y si nos obedecen y nos siguen, entonces dejaremos la tierra natal».
Hay momentos en que, al caer la luz del día, el es­pectáculo de las calles tiene algo de vertiginoso, en que no se las cree pobladas de hombres sino de sombras errantes, parecidas a las que el paganismo condenaba a vagar por las orillas del Aqueronte con la forma de los muertos que no recibieron sepultura en la tierra. «¡No he almorzado!», susurra a vuestro oído por encima del hombro un fantasma macilento que ha seguido por media cuadra vuestros pasos. «¡Señor caballero, medio real por amor de Dios, para mi chocolate y una vela para acos­tarme!», os dice poniéndose a vuestro lado una pobre vergonzante: «estoy cansada de pedir». Más luego os cierra el paso un anciano encorvado, sostenido en un bordón, y da una mirada larga, profunda, fosforescente, estira en silencio hacia vos una mano flaca y vacilante, ante la cual Harpagon mismo registraría conmovido en el acto sus bolsillos. Delante de mí camina una figura extraña. Su sombrero de pelo era de moda ahora diez años; ancho en la parte superior de la copa, se adelgaza hacia las sienes encima de una ala arriscada en forma de barquillo; la casaca tiene un cuello voluminoso en forma de cordero pascual, y las faldas de punta de diamante se cruzan una sobre otra, semejantes a las alas de un gallinazo que huye a saltos pequeños delante de un perro; entre el chaleco y los pantalones muestra la camisa una faja de color inde­ciso; las piernas del pantalón fuertemente apretadas sobre los huesos, no alcanzan a cubrir el tobillo y muestran debajo de las faldas de la casaca un hueco por donde pasa la luz, semejante a la curva que describen los dos huesos de un esqueleto; las suelas de los botines dobladas sobre sí mismas, arrastran sobre el enlosado con un ruido espe­cial. Al llegar a la esquina pude conocerle a la luz del reverbero:
«¡Y érase hermoso y joven y lozano:la envidia de un salón érase ayer!»

Algunos que en otra época eran empleados o militares en servicio, o abogados con alguna clientela, vagan hoy por las calles como fantasmas de sí mismos, con la vista empañada, las facciones descoloridas y el pensamiento concentrado en esa eterna cuestión de ¿qué haré hoy?, ¿qué comerán mis hijos mañana?... Esa huella profunda del sufrimiento, esos círculos azules alrededor de los ojos sin sueño, esa fijeza aterradora de las miradas, ese estar siempre absorbido por una sola idea, ese aspecto particu­lar de los ojos que parecen mirando hacia adentro del cerebro, el cuadro de la mujer y los hijos sin pan, ese aire de abatimiento que dan los dolores del día, el recuerdo de otras épocas más afortunadas y la duda sobre la posibilidad de mejores tiempos; todo eso produce un conjunto de fisonomía y de expresión general que Murillo o Ve­lásquez serían impotentes para reproducir, pero que una vez visto no se olvida jamás.
La peor de las miserias no es la que ha llegado al fondo y perdido ya la sensibilidad a fuerza de infortunios, sino la que apenas ha entrado a la puerta, perdido a medias la luz de los buenos tiempos y que sintiéndose precipitada en la pendiente resbaladiza de la miseria, lucha sin fruto y espera y desespera todos los días. ¡Qué días tan aciagos! ¡Qué noches tan tenebrosas! ¡Cuántos dolores en la vibra­ción de estas palabras en la boca de un hijo!: ¡tengo ham­bre! ¡Cuántas angustias al sentir que se aproxima la hora del almuerzo, sabiendo que está vacío el bolsillo y la des­pensa barrida hasta de las migajas! ¡Cómo deben sonar los minutos en el corazón de los padres! La idea del día siguiente debe desterrar el sueño de los ojos, la alegría de los semblantes y la sonrisa de los labios! Debe de haber en esos dolores comprimidos, en esas lágrimas silenciosas, más dolor del que el vaso de la paciencia puede contener. La idea del delito debe aparecer en medio de esas visiones, primero con el aspecto odioso de la sensación, después quizás como el ángel salvador de la necesidad.
Y sin embargo, ¡contraste raro de los misterios del corazón humano!, nunca ha sido mayor la escasez de medios de vivir en esta ciudad, y nunca más numerosos los matrimonios. Hay en esta contradicción aparente más de un objeto profundo de reflexión. ¿Producen reacción en las pasiones del hombre los azares y las vicisitudes de la época tempestuosa que estamos atravesando, en el sen­tido de determinar la necesidad del reposo y de los goces tranquilos del hogar doméstico? ¿El sentimiento de los odios políticos excita y aviva, por una ley de equilibrio moral, los dulces afectos del amor hacia un ser privilegiado y excepcional? ¿Acaso la pobreza causa vértigo como el abismo, e impulsa a los hombres a llegar al fondo de las necesidades, multiplicándolas por medio del matrimonio y de los hijos? ¿O en su labor eterna e inescrutable, quiere la naturaleza reponer por medio de la reproducción física los vacíos que las batallas han dejado en la lista de los vivos? En fin, sabia en sus fines, pero misteriosa en sus medios, ¿quiere la Providencia corregir las pasiones ira­cundas del hombre, atrayéndolo con los deseos a la calma y a la paz que con lazo invencible imponen las obligaciones y los afectos de la vida conyugal?
Dejemos a los filósofos la solución de estas intrincadas cuestiones. El moralista severo, el calculista frío, repro­barán tal vez estas uniones a primera vista temerarias; mas no participaremos nosotros de tal opinión. Para nosotros hay en ese espectáculo una manifestación evidente de la necesidad imperiosa, irresistible, suprema, de la paz: manifestación acompañada de una fuerte sanción para hacerla imperar. En esos enlaces, imprevisores a primera vista, alcanzamos a ver una aspiración elocuente al trabajo, a la libertad, a la armonía de todos los intereses y de todos los hombres: una lección providencial de la necesidad de la tolerancia y del espíritu de conciliación en política; porque sólo estas dos virtudes pueden dar satisfacción simultánea al patriotismo y al impulso de la propia con­servación. Sólo la tolerancia puede dar a un tiempo cabida a las grandes emociones que despierta en el alma el interés trascendental de las sociedades, y a las dulces fruiciones del hogar doméstico; sólo ella puede abrir la posibilidad de sustraerse a la tiranía organizada de los partidos y dar campo al goce eterno y profundo que emana de la ex­pansión de los afectos de la familia.

Bogotá vieja
Algunos de estos enlaces entre familias de distinta opi­nión política nos traen a la memoria el trozo elocuente con que Víctor Hugo, concluye su juicio crítico sobre el drama de Romeo y Julieta de Shakespeare:
«En vez de concluir su obra con un anatema de deses­peración, Shakespeare lo resume con un grito de esperanza. La lucha entre el amor y el odio, de la que Romeo y Julieta es un emblema maravilloso, termina por el triunfo del buen principio; y la batalla que parecía perdida por el amor, concluye, gracias a una inesperada peripecia, por la derrota del odio. Estas familias enemigas a quienes la unión de dos amantes no había podido acercar, se reconcilian con su muerte y abjuran de los rencores y ani­mosidades que han matado a sus hijos. Los verdugos son convertidos por los mártires, y la victoria queda en favor de las víctimas. En lo sucesivo no más querellas intestinas, no más vendettas domésticas; los Capuletos extienden la mano a los Montescos; Etéocles abre los brazos a Polinices; Tiestes se arroja a los pies de Atreo. El sacrificio de Romeo y Julieta es el holocausto expiatorio que debe apaciguar las furias del fratricidio».
Que esta solución nos tranquilice y consuele. Esperemos, esperemos, porque el amor no se detendrá en el camino del triunfo: el amor es la fatalidad propicia que arrebata a la humanidad hacia la armonía divina. Hoy el amor funda la ciudad por la aproximación de las familias, ma­ñana fundará la patria por la aproximación de las ciudades. Algún día inspiradas por él las ciudades harán como las casas enemigas: renegar de sus rivalidades y celos secula­res, y entonces, no más güelfos, no más gibelinos. Los de Pisa extenderán la mano a los de Florencia, los de Ferrara a los de Rímini, los de Módena a los de Parma. Milán conspirará en favor de Mantua; Génova tomará las armas, no ya para arruinar sino para salvar a Venecia. El norte emancipará al mediodía; y el hijo de un pescador de la costa sub-alpina se embarcará en el huracán para ir a libertar la tierra de Massaniello.

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[1] Cepedas. Así se llamaba en el colegio a los que padecían esa especie de lacra que se caracteriza por el crecimiento o hin­chazón extraordinaria de las piernas y los pies, y este nombre procedía de un tal Cepeda, músico dé milicias, tipo consumado de la especie.

§ Tamuria es el seudónimo de alguien que no quiso dejar su nombre. Un testigo anónimo, de cualquiera.
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